
En el transcurso de los años, las desigualdades en materia de participación política de las mujeres no habían sido perceptibles, sino que eran ignoradas y carecían de la atención suficiente para reducir la brecha. Por tal motivo, es necesario colocar a éste como un tema prioritario, en consideración de este problema público como latente e incesante, y por ello, se debe resaltar la inminente promoción de condiciones de igualdad en torno a la participación de las mujeres en el ámbito político.
La inclusión de las mujeres en la vida política representa un reto si el argumento se centra en equiparar las condiciones de los escenarios en los que, mujeres y hombres, deben desenvolverse de manera activa; la cultura política de género condiciona la incorporación de las mujeres y, por tanto, estructuralmente replica el patriarcado. La respuesta es que estas condiciones representan grandes desventajas expresadas en obstáculos para ellas, debido a que su participación no gira solamente en torno a sus capacidades o habilidades políticas, sino que también responde a patrones culturales machistas que han mantenido un orden de género, donde la subordinación de las mujeres –sin importar el rango que tengan– las ha mantenido relegadas, invisibilizadas y sujetas a conductas discriminatorias y de violencia, no sólo de los hombres (que representan los casos mayoritarios), sino también por parte de algunas mujeres que han asumido, como única forma de hacer política, las prácticas masculinas androcéntricas y machistas, para acceder y ejercer espacios de poder.
De ahí que es necesario partir de la consideración de los partidos políticos como estructuras que se rigen concretamente por cabildeos, pactos y negociaciones, donde los hombres tienen mayor presencia, y las mujeres tienen acceso restringido o son excluidas. Ante esta situación se han desarrollado diversas medidas por grupos de mujeres o colectivos feministas, así como por parte de femócratas para luchar por el incremento de la participación política de las mujeres.
En un sentido particular, si las mujeres se ven limitadas y se enfrentan ante situaciones discriminatorias y/o de violencia, optan por desinteresarse para acceder a cargos de decisión, y esto las aleja nuevamente de ejercer su liderazgo, y peor aún, continúan desenvolviéndose en ámbitos “para mujeres”, o donde se sientan cómodas, tranquilas y sin ningún tipo de riesgo para ellas y sus familias: “el piso engomado o pegajoso, está marcado por las propias limitaciones que se autoimponen las mujeres por privilegiar sus roles en la familia o por no animarse a dar el salto” (Heller, 2006, citada por Fernández, 2006).
Por otro lado, está el caso de aquellas mujeres que, como única opción para continuar fortaleciendo su carrera política y/o contar con un sustento económico para ellas y su familia, se ven ante la necesidad de acatar instrucciones que van en contra de sus ideales, e incluso aceptan mantenerse alejadas y omitir la toma de decisiones cuando se encuentran amenazadas o son sujetos de coerción.
La mayoría de las veces, este tipo de situaciones son propiciadas por hombres cuya ideología no contempla la inclusión de las mujeres en la vida política, sin embargo, pese al imaginario colectivo, esto no exime que algunas de ellas sean las que llegan a generar estas situaciones, aunque se piense popularmente que las mujeres no pueden tener un paradigma cultural machista.
Ser mujer no es sinónimo de conocer y reconocer los actos de violencia, y muchas veces se requiere una mirada ajena que los identifique y promueva una cultura de denuncia. A diferencia de otro tipo de violencia, la violencia política puede caracterizarse no sólo porque las mujeres políticas la suelen desconocer y/o naturalizar, sino que tienden a aprender a desarrollarse con su presencia debido a muchas razones, como lo es preservar su carrera política.