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Hace poco más de un mes inicié una nueva etapa en mi vida profesional: comencé a impartir clases a nivel licenciatura. Este hecho, que para mi niña interior representa la realización de un deseo largamente acariciado, se ha convertido también en un poderoso ejercicio de introspección. La experiencia docente no solo me ha permitido compartir conocimientos, sino también confrontar ideas, prejuicios y posturas de jóvenes universitarios respecto a temas que, desde mi perspectiva, resultan fundamentales en la vida pública, como el poder, la política y el ejercicio público.
Uno de los aspectos más reveladores ha sido el desconocimiento generalizado —no solo teórico, sino también práctico y vivencial— sobre la necesidad del poder público y su impacto en la vida cotidiana. La política, entendida no únicamente como el ejercicio de cargos públicos, sino como una forma de organización social, de toma de decisiones colectivas, de negociación de intereses y de distribución del poder, parece lejana o incluso ajena a muchas y muchos jóvenes. Esta desconexión me ha llevado a pensar críticamente en cómo hacemos política en México, y en quiénes la hacen.
La política como práctica adultocéntrica
Quienes nos involucramos en la vida política a edades tempranas —por vocación, contexto familiar, o por simple causalidad— hemos enfrentado recurrentemente una práctica que poco se nombra pero que está profundamente arraigada: el adultocentrismo. Se trata de una forma de organización social en la que se privilegia la voz, la experiencia y la autoridad de las personas adultas, y se desestima o invisibiliza la participación de las juventudes.
De acuerdo con el Instituto para el Futuro de la Educación del Tecnológico de Monterrey, el adultocentrismo “se refiere a la supremacía social de los adultos por encima de infantes y adolescentes. El discurso adultocentrista envisiona a las personas adultas como grupo de referencia en cuanto a quién pertenece el poder y el privilegio, quién debe ser escuchado primero, o con más atención, y quién dicta los términos de convivencia y educación” (Tec de Monterrey, 2023).
Esta jerarquía generacional, que se sostiene muchas veces bajo la premisa de “respetar a los mayores”, invisibiliza y desacredita las voces jóvenes bajo la idea de que aún no están “listas” para participar en decisiones importantes. En el ámbito político, esto se traduce en la exclusión estructural de las juventudes de los espacios de toma de decisiones, o bien en su inclusión simbólica, donde se les permite estar pero no incidir realmente.
Juventudes en el poder: ¿representación o simulación?
En la actualidad, observamos a personas jóvenes (menores de 40 años) ocupando cargos públicos relevantes, incluso en los más altos niveles de gobierno. No obstante, esto no significa necesariamente una perspectiva juvenil en el ejercicio del poder. La juventud, como categoría social y política, no es solo una cuestión de edad cronológica, sino de visión, de prioridades, de enfoques. Tener jóvenes en el poder que replican las prácticas adultocentristas perpetúa el mismo modelo que impide la transformación estructural de nuestras instituciones.
Esta situación no es exclusiva de México. Diversos estudios sobre participación política juvenil han señalado que uno de los principales obstáculos para que las juventudes participen activamente en la vida pública es la falta de canales efectivos de representación, la escasa formación política y, sobre todo, el desdén con el que sus propuestas son recibidas por quienes ostentan el poder (UNESCO, 2020).
Además, el adultocentrismo se entrelaza con otras formas de dominación, como el androcentrismo y el machismo. En este sentido, así como históricamente se ha relegado a las mujeres al ámbito privado bajo la idea de que su voz “no cuenta” o “no tiene experiencia”, ocurre algo similar con las juventudes. La falta de representación sustantiva de jóvenes y de infancias en la agenda política se traduce en políticas públicas insuficientes, incompletas o meramente decorativas.
¿Qué estamos decidiendo desde las juventudes?
Desde el aula, la pregunta que guía esta reflexión es: ¿Qué se está decidiendo desde las juventudes que hoy tienen la posibilidad de incidir en la política? ¿Qué nuevas prioridades se están poniendo sobre la mesa?
Resulta preocupante, por ejemplo, que en un país como México —donde las enfermedades mentales son una de las principales causas de discapacidad entre jóvenes de 15 a 29 años— aún no exista un esquema básico de salud que garantice el acceso gratuito o de bajo costo a tratamientos para condiciones como la ansiedad o la depresión (Secretaría de Salud, 2023). Esta omisión no es casual: es consecuencia directa de una política pública que no ha incorporado de manera efectiva las necesidades, vivencias y propuestas de las juventudes.
De igual manera, seguimos discutiendo la educación sexual desde una lógica informativa, pero no transformadora. Los foros sobre sexualidad suelen enfocarse en la prevención del embarazo o en el uso del condón, pero no en temas como el consentimiento, el placer, la diversidad sexual, o el derecho a decidir sobre nuestros cuerpos. Todo esto tiene raíces adultocentristas: se teme hablar con jóvenes de estos temas porque se asume que “no están listos” o “no deben saber demasiado”.
Es urgente repensar la forma en que diseñamos y ejecutamos políticas públicas. No se trata solo de sumar a jóvenes a las mesas de decisión, sino de permitirles construir desde sus propias perspectivas, con libertad, respeto y responsabilidad.
Del respeto impuesto al respeto ético
Una de las enseñanzas más profundas que me ha dejado la docencia es la necesidad de construir relaciones horizontales con el estudiantado. La idea tradicional de que el respeto se basa en la jerarquía —“respetar porque soy mayor”, “porque soy tu profesora”— se contrapone a una visión ética del respeto, donde este se fundamenta en el reconocimiento mutuo, en la empatía y en la escucha activa, sin importar la edad, el sexo, el género o cualquier otra condición.
Desarticular el adultocentrismo no significa irrespetar a las personas mayores. Significa construir una cultura donde la edad no sea una barrera para el reconocimiento de la dignidad, la capacidad y la voz del otro. Significa entender que las juventudes no son “el futuro” (una frase que las posiciona siempre en espera), sino el presente, y que su participación no es un favor, sino un derecho.
A manera de cierre
Como profesora y como ciudadana comprometida con la transformación social, considero que el aula es un espacio político por excelencia. Allí se forjan ideas, se confrontan paradigmas, se crean vínculos. Pero también se reproducen desigualdades si no somos conscientes de las estructuras que habitamos y reproducimos.
El adultocentrismo es una de esas estructuras invisibles que debemos nombrar, cuestionar y desmontar. Si queremos una política más incluyente, más justa y más representativa, necesitamos abrir espacio —de forma genuina— a las juventudes y reconocer sus luchas, sus demandas y sus saberes. Y esto, sin duda, comienza también en la forma en que educamos, escuchamos y valoramos a quienes hoy se están formando en nuestras aulas.
Referencias
- Instituto para el Futuro de la Educación, Tecnológico de Monterrey. (2023). Adultocentrismo: Un obstáculo para la participación juvenil. Recuperado de: https://observatorio.tec.mx
- Secretaría de Salud (México). (2023). Estrategia Nacional para la Atención a la Salud Mental en Adolescentes y Jóvenes. Disponible en: https://www.gob.mx/salud
- UNESCO. (2020). Youth as agents of change: Political participation in Latin America. Recuperado de: https://unesdoc.unesco.org
- Organización Mundial de la Salud. (2022). Mental health of adolescents. Recuperado de: https://www.who.int/news-room/fact-sheets/detail/adolescent-mental-health
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