
Mg. en Gobierno y Gestión Pública en América Latina. Colombiana. @MariaLJaimesB
Recientemente estuve con un buen amigo, alguien a quien admiro profundamente por su capacidad de gestión y su talento para construir relaciones genuinas. En medio de una de esas conversaciones largas, que transitan entre lo profesional y lo personal, hablamos de algo que ambos hemos sentido en el último año: cómo el día a día va arrinconando los espacios para lo importante, para lo personal, para lo creativo.
“Cada elección implica una renuncia.” Cada compromiso asumido reordena prioridades. Y en ese ejercicio constante de decidir —entre terminar la checklist del día o planear la del siguiente— llega un punto en que ya no sabes con claridad cuál es el próximo paso.
En política, hay momentos para soñar y momentos para hacer. Pero en ese hacer —el de ejecutar, cumplir metas, tachar pendientes— muchas veces se sacrifica algo esencial: la capacidad de innovar. Y es paradójico, porque la política demanda justo lo contrario: creatividad constante, visión de futuro y espacio para que las buenas ideas respiren.
Es un ciclo repetido: durante las campañas, nos volvemos fábricas de ideas. Pensamos fuera de la caja, arriesgamos, conectamos con la gente. Hay adrenalina, sentido, un porqué. Pero cuando llegan las responsabilidades institucionales, esa energía se transforma en otra cosa: el ritmo del Excel, las reuniones, los informes y la presión de cumplir.
Y con ese nuevo ritmo se cuela algo más: la frustración. La frustración de ver ideas que no despegan, planes que no se ejecutan, pasiones que quedan en pausa. La frustración de notar cómo las prioridades cambian, cómo los días se llenan de tareas que no siempre resuenan con lo que te mueve. Y también esa sensación —silenciosa, pero insistente— de que ya no estás haciendo aquello en lo que eres realmente bueno. Que te vuelves mejor resolviendo que imaginando. Porque aprendes a entregar, a cumplir, a sostener. Y sí, eso también tiene valor. Pero… ¿a qué costo?
No se trata de romantizar la frustración. Pero tampoco de ignorarla. En medio de ella, se vuelve urgente proteger un rincón —personal, íntimo, a veces casi invisible— para seguir creando. Para no dejar que se apaguen las ideas que alguna vez te movieron. Para recordarte que ser eficiente no te obliga a dejar de imaginar. Y, más importante aún, que no eres menos valioso por seguir soñando, incluso cuando la rutina parezca decir lo contrario.
Cuando no hay treguas ni pausas para repensarlo todo, el mundo se llena de ventanas abiertas que reclaman nuestra atención. Pero incluso en medio del ruido, la tarea más importante sigue siendo —como dice Elvira Sastre sobre el amor— encontrar el latido. También en la política. Ese pulso que impide que la pasión se vuelva costumbre, que nos recuerda para qué vinimos, por qué seguimos, qué nos sostiene. Ese latido que nos conecta con lo que hacemos, que mantiene viva la causa y no deja que el fuego se apague.
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