
El 25 de noviembre conmemoramos el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las mujeres y niñas. Activistas, organizaciones, artistas e instituciones nos sumamos al llamado global de poner fin a una de las violaciones a los derechos humanos más generalizadas en el mundo.
La violencia no se ve, porque se ha normalizado y no se reconoce como tal, pero, se vive en lo invisible, se siente en lo cotidiano y su efecto permanece. De acuerdo con datos de Naciones Unidas 736 millones de mujeres, una de cada tres, han sido víctimas de violencia física y/o sexual al menos una vez en su vida. La violencia es una práctica tan atroz que mina en todos los espacios tanto privados, públicos y comunitarios.
La violencia es la otra cara de la discriminación y tiene múltiples formas: física, sexual, obstétrica, institucional, psicológica, económica, política y simbólica. Este fenómeno que se complejiza en la medida en que está atravesado por la diversidad de los contextos de las mujeres y niñas y sus circunstancias; es decir, intervienen los factores etarios, origen étnico, orientación sexual, estado civil, discapacidad, condición de migración, clase social, lugar de residencia, conflictos armados, pobreza e ideología política, lucha social entre otros. La violencia está ligada a las intersecciones que se modifican a lo largo de la vida, se vive, se siente y en muchos casos se sostiene generando condiciones de vulnerabilidad estructural.
En palabras de la Doctora Rocío Casas Palma, investigadora en el tema, la violencia contra las mujeres, como un hecho social, es “un conjunto de prácticas que ejecutan personas con distintos grados de poder asociado al género relativo al poder simbólico, aun cuando intervengan otros poderes como el económico y político”.
Lo simbólico es aquello que como personas nos da sentido, ahí se encuentra insertada la semilla de la violencia como una práctica que no se ve, que es común o que asumimos como natural. En este orden es donde crecen prácticas individuales, colectivas y normativas que subordinan a las mujeres y las niñas y perpetúan relaciones asimétricas de poder.
La invisibilización es dejar de nombrar algo que es parte de normas socio culturales y troquela el pensamiento, los cuerpos, las prácticas y que genera dolor. No ver, es omitir la presencia de la diversidad y perpetuar el pensamiento patriarcal que tiene en centro ideas profundamente sexistas, clasistas, homofóbicas, racistas que fomenta la creación de una cultura discriminadora y violenta.
El reto hoy y siempre es impulsar una nueva forma de pensamiento, que trastoque las conciencias, donde eso que duele, eso que molesta sea suficiente para eliminar la violencia de la vida de miles de mujeres y niñas en el mundo. Rechacemos la violencia como una forma de relacionarnos para que ese ciclo continuo se rompa. Las grandes revoluciones sociales emanan de las causas más justas.
Para analizar la violencia se debe tener un componente simbólico y también político. Este último es una forma de vida que surge de la convicción de construir espacios seguros y libres para todas y todos. Una posición de vida donde hacemos propia la agenda de los feminismos para que vivir con dignidad sea una realidad.
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